martes, 23 de noviembre de 2010

Amor en tiempos de cólera

Hoy ha sido un dia diferente. De repente mi mente inquieta quedó estacionada de manera absurda en el numero mil doscientos cincuenta (1250). Como si me hubiese inventado el mas alto de los rascacielos en la ciudad de Nueva York, y por cosas de la vida me hubiese quedado allí, atascada en el piso 1250. Aterrorizada. Ese numero extraño que nada me dice, pero que esta allí, ocupando cada uno de los diminutos espacios de mi cabeza. Ojala fuesen mil doscientas cincuenta nubes blancas como algodón, que adornaran un cielo azul celeste de una tarde de primavera; o mil doscientos cincuenta libros de mil autores, que quisiera leer antes que mis ojos cerraran por siempre. Mil doscientos cincuenta sueños, reunidos en un mismo lugar.

Haití, año 2010. Mil doscientas cincuenta muertes por Cólera. Ya ni siquiera son 1250, ahora son mas. Mil trescientas cuarenta y cuatro fue la ultima cifra que escuche. Hace pocas semanas cuando empezó, escuche que eran cuarenta muertes y me asusté. Cada segundo de nuestras vidas estamos expuestos a una tragedia como esta. Casos como este, que los vemos allí enfrente a nuestros ojos, pasando, evolucionando, muchas veces empeorando o desvaneciendo, terminando en el olvido, debajo de la tierra. Pero como son cosas que no podemos tocar, hechos que no podemos ver fijamente a los ojos, permanecemos quietos, ajenos, imaginándonos siempre que no son nuestros, que no son nuestra verdad. Cuando en el fondo de todo este abismo, está un suelo firme y preocupante:  una sola REALIDAD.

Y uno va escuchando que ahora no son 40 muertes sino 80, y luego 100. Y luego multiplicamos eso por 100 y le sumamos unas cuantas mas. Y los días pasan, y las noches son largas y oscuras. Y volvemos a levantarnos escuchando que la cifra crece, y crece y crece, y que no hay nada que hacer. Entonces nos servimos el café de la mañana, nos apretamos el nudo de la corbata roja y salimos a trabajar. Tarde como de costumbre. Así como cualquier otro dia normal de la larga y pesada semana, como si nada estuviese ocurriendo en el mundo, salvo el señor del programa de la mañana que no para de hablar. Apagamos la radio. Y durante el dia nos vamos quejando y quejando que hay mucho trabajo, que la leche esta rancia, que me duele la panza de tanto comer… que la bolsa esta por el suelo una vez mas, que tienes que cortarte el pelo. Que la esposa gasta mucho, y que la suegra una vez mas se quedará para la cena. Que desvelo.

Creyendo siempre que no hay nada que hacer. Que las muertes en Haití no son mas que otra tragedia en esa pobre isla que Dios insiste en castigar. Y nos inventamos cuentos, cambiamos el canal de las noticias, y regamos chismes de una tal brujería que soltó Mandinga mas de mil años atrás. Karma. Y vemos mejor la novela o el resumen deportivo. No queremos saber mas nada de eso... Entonces es en ese preciso momento se disparan las alarmas del corazón, que por mas apáticos que seamos, atormentan. Algo no esta bien. Sentimos ardor en los ojos y quitamos el trozo de seda que nos cubre la vista, para darnos cuenta que Haití no esta allí por ellos ni para ellos, sino para nosotros. Que sus gargantas están secas de tanto llorar, y sus manos sucias se van poniendo lisas borrando los surcos que marca el destino. Pero que las nuestras no.

Para nosotros. No para que agarremos un avión y viajemos a la isla. No para que gastemos en medicina, ni ropa, ni juguetes. No para que salgamos a la calle con una cochinita de vidrio a colectar monedas que solo son restos de la noche anterior. No para pedirle a tu hija que le pinte un dibujo a colores para un niño pobre de Haití, ni para ser voluntario en una fundación que rara vez entrega…. Haití esta allí para que nos demos cuenta que todos somos iguales. Exactamente iguales. Una misma raza que llora cuando siente dolor, cuando tiene miedo, cuando se siente sola. Una raza con dos ojos multicolores que ven los tonos del atardecer, y una boca grande que sabe hablar de amor. Una raza con un corazón grande dentro del pecho capaz de ser compasivo y de amar sin condiciones. Fácil de quebrar.  

Que todos somos hijos del mismo padre y que por ende somos hermanos. Y que por el simple hecho de ser hermanos tenemos esa responsabilidad. AMARNOS. Entonces si no podemos ir a Haití con un pedazo de pan bajo el brazo que ayude a curar al enfermo, si no es posible pasar una noche en vela acompañando a un niño que se ha quedado solo, o de ayudar a un viejito a ponerse de pie. Si no podemos cantarle al oído de una madre que perdió su hijo y enseñarle a rezar… entonces hagámoslo simplemente con aquel que si podemos tocar. Hagámoslo con el viejo solitario de la esquina comprándole un ticket de lotería, o una florecita casi marchita. Saludemos con una sonrisa a la que nos ayuda en la casa cada mañana, o cuida a los hijos. Seamos amables con los compañeros de trabajo, así nos saquen de quicio cada jornada. Pidamos permiso y perdón y demos las gracias. Dediquemos unos minutos de la agenda apretada, al amigo que esta en problemas y necesita ser escuchado. Llamemos al hermano que hace rato pidió perdón. Absolvamos, perdonemos a todos y a nosotros mismos. Seamos todos empleados del departamento de Recursos Humanos, y hagamos del lugar donde vivimos nuestro sitio de trabajo. Abre los ojos. Ahora. Procuremos vivir en un estado de amor absoluto, aun en tiempos de cólera. 



If you can't feed a hundred people, then feed just one. - Mother Teresa


No hay comentarios:

Publicar un comentario